Reportaje especial (Parte 1)
Ricardo Donato
“Pronto haría demasiado calor”, es la frase inicial de El mundo sumergido (1962), segunda novela de la tetralogía de ficción climática del británico J. G. Ballard. Escrita mucho antes de siquiera acuñarse los términos «calentamiento global» y «cambio climático» por el científico Wallace Broeker en 1975, la obra describe el colapso y retroceso evolutivo de la humanidad como consecuencia de “gigantescos cataclismos geológicos”.
Hoy, en la época de la “ebullición global”, como definió a nuestro tiempo António Guterres, secretario General de la ONU, todo lo que era ficción especulativa en la tetralogía ballardiana está deviniendo realidad. Y aquel profético “pronto haría…” da paso al presente catastrófico del “ahora hay” ondas de calor abrazantes, derretimiento de los casquetes polares, aumento de los niveles del mar, sequías devastadoras, escasez de agua y de cultivos, hambrunas, proliferación de enfermedades epidémicas, extinción masiva de especies y una lista cada vez más grande de impactos asociados al cambio climático (CC).
El cuerno de la vulnerabilidad
En esta novela postapocalíptica llamada antropoceno la recurrencia e intensidad de los fenómenos climáticos extremos va en función del nivel de vulnerabilidad y adaptación de los países y sus poblaciones. Cita académica obligada: «La vulnerabilidad se define como el grado en que los ecosistemas pueden verse afectados adversamente por el cambio climático, dependiendo o no de si éstos son capaces o incapaces de afrontar los impactos negativos […] la vulnerabilidad no sólo depende de las condiciones climáticas adversas, sino también de la capacidad de la sociedad de anticiparse, enfrentar, resistir y recuperarse de un determinado impacto». Los expertos cuentan incluso con una ecuación: V=E+S–CA, donde: V es la vulnerabilidad; E, la exposición; S, la sensibilidad; y, CA la capacidad adaptativa. Cada una de estas variables, exposición, sensibilidad y capacidad adaptativa, además, cuentan con sus propias definiciones e indicadores de medición (Figura 2).
Mediciones aparte, el consenso científico para el caso de México es unánime: «Tenemos un país tremendamente deteriorado, con una vulnerabilidad muy alta en cuanto a la pérdida de los ecosistemas y de la integridad de la naturaleza», afirma la maestra María Zorrilla Ramos, coordinadora de la licenciatura en Sustentabilidad Ambiental de la Universidad Iberoamericana, en entrevista con Net Zero Community.
Ubicado entre los 32º y los 14º Norte del Trópico de Cáncer, con 11 mil 122 kilómetros de litorales, atravesado por el Eje Neovolcánico Transversal y dos grandes cadenas montañosas (Sierra Madre Occidental y Oriental), México es el quinto entre los 12 países más “megadiversos” del mundo, albergando casi un 70 por ciento de las variedades de animales y plantas de la Tierra. Esta enorme diversidad, ejemplificado en su característica forma de cornucopia o “cuerno de la abundancia” según la clásica definición de Alexander von Humboldt, hacen del país un blanco vulnerable ante los embates de ese bully llamado CC: “México es un país muy diverso, y esa diversidad nos da fortalezas, pero también impone retos importantes».
«Hablar de vulnerabilidad es hablar de la diversidad de regiones y ecosistemas del país, donde un 67 por ciento del territorio son áreas semiáridas, mientras que otras regiones tienen muchísima precipitación. La vulnerabilidad depende profundamente del tipo de deterioro ambiental que tengamos, de las condiciones de pobreza de la población y de nuestras capacidades adaptativas, de resiliencia, para enfrentar los desastres naturales y las amenazas climáticas. Es un mosaico súper amplio», añade la maestra Zorrilla Ramos, también experta en adaptación al cambio climático.
De acuerdo con el Atlas Nacional de Vulnerabilidad al Cambio Climático México (2019), elaborado por el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (INECC), México es vulnerable a cuatro amenazas climáticas puntuales: aumento del nivel del mar, elevación de la temperatura, incremento y disminución (según la región) en las precipitaciones (Figura 1). Los eventos concretos de dichas amenazas son ya evidentes para todos los mexicanos: sequías prolongadas y ondas de calor extremas como las registradas durante la primavera-verano del 2023, intrusión salina en las líneas costeras, inundaciones y lluvias torrenciales en el sureste, disminución del recurso hídrico en el centro y norte del país, aumento de plagas, solo por mencionar los más acuciantes.
Asimismo, una vez identificadas las amenazas, el INECC traza un mapa de vulnerabilidades: vulnerabilidad de asentamientos humanos a inundaciones y deslaves; vulnerabilidad de la población al incremento en la distribución potencial del dengue; vulnerabilidad de la producción ganadera y forrajera ante el estrés hídrico (aridez o sequía) e inundaciones; vulnerabilidad de la del bosque mesófilo, etcétera.
Como advierte la maestra Zorrilla Ramos, las vulnerabilidades y sus efectos puntuales siempre se agravan y resienten más entre las clases populares o marginadas del país. De ahí la importancia de tener un enfoque multidisciplinario e incluyente, que integre aspectos socioeconómicos: «Otro aspecto es la vulnerabilidad social, es decir, las condiciones en las que habita la población, las condiciones de acceso a servicios de acceso a la salud, a la educación, a una alimentación sana y nutritiva. Todo lo que se hable de vulnerabilidad debe estar vinculado a estos temas», subraya la también investigadora del Centro de Transdisciplina Universitario para la Sustentabilidad (CETRUS).
La tierra sedienta
«Aquí no vendemos agua por dinero. No es con dinero que se espantan las sequías de este mundo, sino peleando», dice uno de los personajes de La sequía (1965), otra de las ficciones climáticas de J.G. Ballard.
La tierra sedienta del México del siglo XXI cumple la predicción ballardiana. Las peleas callejeras por el agua son cada vez más frecuentes durante las temporadas de calor y de estiaje en las regiones más áridas del norte del país. En ciudades como Monterrey y sus áreas conurbadas los habitantes tienen que vivir desde hace algunos años “cazando el agua” como da cuenta el título de un reportaje de The New York Times.
Apenas en marzo del 2023, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) organizó la conferencia “El fenómeno de El Niño y sus impactos en México”. El panel de expertos convocados concluyó que México registra actualmente un 92-93 por ciento menos lluvias en comparación con el máximo histórico del periodo que va de 1950-1980.
«Si bien debemos prepararnos para huracanes más fuertes y lluvias torrenciales, que son impactos puntuales, la tendencia gradual en México es la falta de agua, el aumento de las temperaturas y la disminución gradual de las precipitaciones. Esto deriva en una condición de sequía meteorológica que, según los escenarios climáticos más extremos, se agravará totalmente durante el siglo XXI. Esto significa escasez y menor disponibilidad de agua potable, limpia y de calidad para seres humanos, especies animales y ecosistemas en general», enfatiza la maestra María Zorrilla Ramos.
El tema ya es crítico en varios estados del país, donde la disminución de las precipitaciones, la sequía y el aumento de las temperaturas van en aumento. De acuerdo con el Monitor de Sequía del Servicio Meteorológico Nacional de septiembre del 2023, el 67.1 por ciento del territorio mexicano presenta algún grado de estrés hídrico. Los estados más afectados con intensidad severa a extrema son Sonora, Chihuahua, Sinaloa, Durango, Nayarit, Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Jalisco, Guanajuato, Querétaro, Michoacán, Hidalgo, Tamaulipas, Estado de México, Morelos y Guerrero.
Detrás del desastre está el viejo-nuevo enemigo de la ebullición global: “El aumento de la evaporación por el aumento de la temperatura está propiciando el derretimiento de los glaciares de las zonas montañosas en el centro del país, lo que causa problemas de acceso a este recurso para la agricultura y los ecosistemas, así como el suministro de agua potable. Esto impacta la seguridad alimentaria, el deterioro de los suelos y la pérdida de la biodiversidad del país”, comenta por su parte la Dra. Xóchitl Cruz Núñez, investigadora del Instituto de Ciencias de la Atmósfera y Cambio Climático de la UNAM.
Todos los organismos vivos de los cinco reinos de la naturaleza (animales, plantas, hongos, bacterias y protozoarios) están adaptados a condiciones climatológicas específicas. De ahí que el incremento gradual de las temperaturas, aunado a la disminución de las lluvias, sequías cada vez más prolongadas y la escasez del vital líquido, impacten a la totalidad de la mega-biodiversidad del país.
Lo anterior incluye a las diferentes especies de plantas y cultivos, siendo el maíz un caso de interés fundamental para garantizar la seguridad alimentaria de los mexicanos: “Los cultivos son esta mezcla entre suelo, precipitación, humedad y temperatura. Desde mi perspectiva de adaptación al cambio climático, el maíz transgénico sí es un riesgo. ¿Por qué? Porque el maíz transgénico se comporta como una especie invasora. Y lo que sabemos a lo largo de la historia es que la especie invasora acaba con las especies locales. ¿Y qué tenemos en México? Pues tenemos una diversidad enorme de especies de maíz, que además de diferente color, sabor y tamaño, están adaptadas a diferentes contextos climáticos. Si perdemos ese reservorio, sí ponemos el riesgo el tesoro de diversidad de maíces adaptados a diferentes zonas de cultivo. Si no tenemos la capacidad de adaptar los cultivos al cambio climático, sí vamos a tener un tema de hambre”, añade la maestra Zorrilla Ramos.
Otra de las vulnerabilidades más acuciantes es la movilidad de vectores de enfermedades estacionales como el dengue, que pone en riesgo la salud de la población: “Tenemos un problema tremendo de dengue en México, donde el mosquito está encontrando condiciones de temperatura más propicias en zonas más altas o al norte del país. Hay dengue en Cuernavaca. También están las enfermedades derivadas de la falta de acceso a agua limpia, enfermedades gastrointestinales y epidémicas, el tema de la salinización de agua, de utilizar agua que se extrae del subsuelo con cierto tipo de minerales no adecuados”, agrega la Dra. Cruz Núñez.
Dado que la reproducción de la vida en general depende del equilibrio climático-ecológico, ambas investigadoras coinciden en que las acciones de prevención, mitigación y adaptación de México contra la ebullición global deben contemplar cómo garantizar la estabilidad de los mantos freáticos, fuentes, cuerpos y corrientes de agua del país.
La tierra sedienta donde millones de mexicanos comienza a luchar y cazar el agua es sólo la punta del iceberg. Debajo esperan su turno la hambruna y la enfermedad.
Ebullición de los GEI
Cambio climático, calentamiento global, efecto invernadero son términos que están en boca de todos, pero que quizá el gran público no lo tiene tan claro. De entrada, el cambio climático se define como la variación persistente del clima provocada de manera natural o por la actividad humana por largos periodos de tiempo. Tiene su raíz en el calentamiento global, que responde al aumento generalizado de la temperatura de la Tierra.
Pero ¿a qué se debe este fenómeno? La doctora Xóchitl Cruz Núñez responde: “El calentamiento es una consecuencia del aumento de gases de efecto invernadero [GEI]. El planeta debe mantener una temperatura agradable y propicia para la vida. Esto se lleva a cabo por la presencia de los GEI, que tienen la propiedad molecular de capturar la radiación infrarroja que emite la tierra, lo que entendemos como calor. Esta radiación es retenida en la atmósfera y luego se emite en la atmósfera baja de la Tierra”.
Gracias a los GEI naturales (dióxido de carbono o CO2, metano, ozono) la Tierra mantiene en promedio unos “agradables” + 14.6 ºC. En ausencia de GEI, la Tierra sería aproximadamente 30 °C más fría. El problema sobrevino cuando su concentración de GEI se disparó de forma descontrolada luego de más de dos siglos de quema de combustibles fósiles (carbón, petróleo) y de industrialización acelerada. La consecuencia ha sido una elevación inaudita de la radiación en la atmósfera baja del planeta, lo que redunda en un aumento de las temperaturas. Habemus calentamiento-ebullición global.
De acuerdo con la última medición del Atlas Global de Carbono, el mundo emitió en 2021 (año más aciago de la pandemia) 37,124 MtCO₂. Los países industrializados del Norte Global, con China (11,472 MtCO₂) y Estados Unidos (5007 MtCO₂) en primero y segundo lugar, respectivamente, son los principales emisores de emisiones de CO2. México ocupó la décimo quinta posición del ranking con 407 MtCO₂.
Además del dióxido de carbono y el óxido nitroso (N2O), en su mayoría derivados de la “actividad microbiana del suelo y de la actividad industrial”, el metano (CH4) es uno de los gases cuyas concentraciones van in crescendo.
En México la fuente más grande de CH4 son las actividades petroleras, como la producción y extracción de gas natural, en ocasiones liberado al medio ambiente debido a las fugas. “Cuando nos va bien, quemamos el metano, pero, al quemarlo, producimos más calor y, por ende, más dióxido de carbono. Es decir, si no se fuga el metano y lo quemamos, entonces emitimos CO2”, abunda la también experta en química atmosférica.
También está el metano derivado de la actividad ganadera, que supone más del 14.5 por ciento de las emisiones globales de GEI, según estimaciones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPPC): “En una civilización que no tuviera una ganadería tan desproporcionada como la nuestra, el metano no debería ser un problema”, apunta la doctora Cruz Núñez.
Pero el problema con los GEI no se detiene aquí. Faltan los peligrosos y “tremendos gases F”, una familia artificial de sustancias agotadoras de la capa de ozono (SAO) y con potencial de calentamiento global (PCG) cuya principal característica es que contienen flúor y cloro. Hablamos de clorofluorocarbonos (CFC), hidroclorofluorocarbonos (HCFC) e hidrofluorocarbonos (HFC): “Estos compuestos no son naturales y se empezaron a producir por el hombre a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Son gases muy importantes para la civilización porque se usan como refrigerantes en aires acondicionados, refrigeradores, en la cadena de frío, como aislantes en edificaciones. Fueron muy útiles para el desarrollo del hemisferio norte, donde hace mucho frío o mucho calor”, explica la científica de la UNAM.
Debido a su efecto destructivo sobre la capa de ozono, los CFC, HCFC Y HFC están siendo eliminados a escala mundial a través del Protocolo de Montreal. Hoy en día, está prohibida su producción y para el 2030 deberán ser sustituidas por completo.
“Los gases F, que deprimen la capa de ozono, también tienen un efecto invernadero. Esto antes no se sabía, pero ahora lo sabemos y qué bueno que se están mitigando porque si no tendríamos una cantidad mayor de GEI en la atmósfera, ya que son partículas muy, muy inertes, que casi no reaccionan”, puntualiza la doctora Cruz Núñez. El CO2, ejemplifica, permanece unos cien años en el aire-ambiente, mientras que los gases F pueden durar hasta cincuenta mil años.
Sumado a esto, existen partículas que alteran el balance en la radiación incidente y saliente de la atmósfera terrestre. Algunas tienen un potencial de enfriamiento, evitando que la radiación del Sol llegue a la superficie de la Tierra y se fomente más calentamiento. Otras capturan la radiación como el humo gris-oscuro que se desprende de los incendios forestales, cocinas rurales, fogones de comida al carbón, pero también del hollín que emiten los tubos de escape de escape de vehículos a diésel, de carga o de pasajeros.
Cabe recordar que la ONU, a través del IPCC, no reconoció el papel del carbono negro hasta hace algunos años: “Genera un triple impacto: mala calidad del aire ambiental, exacerbación del calentamiento global y daños en la salud humana. Las partículas de carbono negro, además, son forzantes del clima de vida corta, duran muy poquito, unas dos semanas. Por lo tanto, si se redujera todo el carbono negro del mundo, se resolverían tres problemas de un solo golpe”, remata la experta en cambio climático.
México, por ciento, es uno de las pocas naciones comprometidas con los objetivos del Acuerdo de París para lograr la reducción del 70 por ciento de sus emisiones netas de carbono negro. Esperemos que así sea.